23 de agosto

encontrado en un maletin de difuntos jueves cualquiera

Por Iván Valle


Miguel se levantó a una hora razonable, teniendo en cuenta que tenía 85 años y había tenido que acompañar a su mujer tres veces al lavabo esa misma noche. Ella tenía un principio de parkinson que le impedía moverse con soltura. Y lo que es peor, una necesidad constante de sentirse acompañada que la llevaba a repetir varias veces por madrugada el nombre de su marido: “Migué…”. Así que cuando se cansó de dar vueltas en la cama y notó que ella ya estaba lista para levantarse, se calzó sus zapatillas de estar por casa y la ayudó a ponerse en pie para realizar el mismo camino por cuarta vez.

Sábado de agosto, un día más de los muchos que quedaban atrás, y había que organizarse. Hoy no tocaban bancos, ni tocaban compras. Hoy era día de paseo doble y de novelas en la televisión. A ver si empezaba de una vez la liga para que la programación nocturna diera un poco más de juego. Pero eso eran cosas para después. Primero lo importante. Su mujer, Dolores. La sentó un momento en el comedor y ella se quejó de algo. Miguel gruñó. Y, murmurando cosas para tratar de quitarle las tonterías de la cabeza, se acercó a la cocina para prepararle el desayuno. Allí empezaba la lucha. Tantos años casado con ella y cada vez tenía que reñirla más y más para que comiera como dios manda. En fin, un día más.

Después de la batalla de la comida, había que darle las pastillas. Se centró: por la mañana era media de ésta, una de éstas…, y ésta otra. Con tantas medicinas en casa, y con tantas que tenía que tomarse él mismo, le parecía mentira que aún pudiera recordar el orden y la dosis de ambos. Y más mentira le parecía que el doctor se atreviera a decirle cada vez que iba a su consulta (la última, el día anterior) que tenía una salud de hierro. A él, que llevaba tantos años quejándose de todo. Eso sí, y aunque ya no estaba para esos juegos, no hacía mucho más de una década que daba volteretas en las anillas de los columpios del parque…

Sonrió y se acordó de otra cosa: aún había que ponerle las gotas de los ojos a Dolores. Entre lo revoltosa que era la jovencita (aunque nació sólo unos pocos años más tarde) y lo mal que veía él (aunque el médico le dijera que veía divinamente para su edad), era casi lo más difícil de la mañana.

Y ya. Ella estaba lista. La dejó sentada en el comedor mientras se arreglaba. Después del desayuno se iría a dar el paseíto diario de rigor. Seguramente se pasaría por el parque, a hacerse el encontradizo con algún paisano.

Volvió al comedor de camino a la cocina, y se quedó observándola. Allí, tan quieta, con lo que había sido ella. Un torbellino. No pasaba semana que no moviera todos los muebles de la casa, y que hiciera mil cosas, y aún le diera tiempo de hacer otras mil más. Dolores, ahora tan quieta, repitiendo una y otra vez “¡qué le vamo a hacé!”.

Le dolió el pecho un poquito.

Ya en la cocina, cogió un melocotón de la nevera, un par de cubiertos del cajón y un plato del armario. Lo colocó todo de forma precisa en la mesa y se sentó en el taburete. Y, como siempre, peló el melocotón con la pericia de un maestro: de una tacada y sin que se rompiera la preciosa viruta retorcida de terciopelo anaranjado.

Luego, a Miguel le dio tiempo a volver a colocar los cubiertos sobre el mantel, y el melocotón pelado en el plato, antes de que apoyara plácidamente la cabeza en la pared en la que ya descansaba la mesa de la cocina y respirara por última vez.


1 comentarios:

Sergio dijo...

Genial, una historia sin final violento y aún así me pone más en tensión que las otras. Es para mi una historia de miedo...

Saludos!