Este triste cuadrángulo de gres

encontrado en un maletin de difuntos lunes cualquiera

por J. Esteban

Dios mordió el anzuelo. No es una metáfora: Dios abrió Su inconmensurable boca de cetáceo y la cerró sobre este triste cuadrángulo de gres en el que sigo arrodillado. Ciento cincuenta y siete años después. Aunque ahora el tiempo no tiene importancia. Ya lo cuento por puro y simple aburrimiento. Al tiempo. Dios no es lo que llamaría un gran conversador y no hay mucho más que hacer arrodillado en este triste cuadrángulo de gres. Más que decir: un segundo. Tres. Diecinueve. Treinta y cuatro. Un minuto. Diez. Dos horas. Y cada dos horas volver a contar la historia desde el principio. El problema es que por mucho que alargue el principio seguirá siendo una historia corta. Que empieza así. Este triste cuadrángulo de gres fue una vez el salón de mi piso. Tenía algunos muebles. Un televisor encajado en un armario. Estanterías con libros y cajones que escondían las cuberterías que nos habían regalado mis suegros. Con los que además llevaba meses sin hablarme. Ellos querían que vendiera. Yo que se fueran a tomar exquisitamente por el culo. Los libros tampoco tenían dentro otra cosa que chorradas. Había probado con ellos. Había saqueado hasta la última librería de viejo y hasta la última cesta de trapero de Madrid. En vano. Ni Ludwig Prinn ni Iker Jiménez me prestaron la menor ayuda. Así que tuve que improvisarme el ritual más o menos por mis propios medios. Y mis medios eran escasos. Tristes. Como en la secundaria fui por ciencias mixtas no pude pintarrajear jeroglíficos en sánscrito ni polígonos rebuscados sobre el suelo. A esto me refiero por escasos. Tristes. Lo único que se me ocurrió fue ayunar para purificarme por dentro y masturbarme como un mono para purgar aquello donde el hambre no llegaba. Me hubiera drogado. Pero es evidente que una persona que utiliza la frase “me hubiera drogado” no tenía ni idea de donde encontrar peyote o mescalina o ácido. También me daba vergüenza preguntar. Por eso me fié de las propias toxinas de mi cuerpo para conseguirlo. Agotador. Diez días y diez noches entre espasmos. Vómitos. Llagas. Rezumando. Arrodillado. ¿Para qué rezar si el diccionario agotaba uno por uno los sinónimos de asco? Por ello todas las metáforas y todas als oraciones habían dejado de tener sentido cuando Dios mordió el anzuelo. Sin avisar. Como sin venir a cuento. Hasta cierto punto fue decepcionante. No pude verLe los ojos a través de ese paladar Suyo del tamaño de Ucrania. Me conformo con su aliento a puro ozono. Su garganta es como otro firmamento y a veces cada seis o siete años imagino un guiño cómplice por Su parte. A veces no. Todo son suposiciones. De lo que estoy seguro es de que Él nunca se ha reído. Ni se reirá. No hay nada de malo en ello. Tampoco yo me río. O reí. Reiré. Ni si quiera en el sagrado instante en el que Dios mordió el anzuelo. Es comprensible a fin de cuentas. Porque si lo hiciera no podría decir: un segundo. Tres. Diecinueve. Treinta y cuatro. Un minuto. Diez. Dos horas. Y no habríamos podido llegar hasta aquí. Y entonces seríamos los dos los que estaríamos callados.

0 comentarios: