Los hombres que inventaron el sufrimiento

encontrado en un maletin de difuntos sábado cualquiera

No deja de ser triste —aunque no importe, en realidad— que nadie me crea cuando aseguro que mi nevera es un vehículo espacio–temporal y que el último cartón de leche agria que saqué de ella me permitió conocer a los hombres que inventaron el sufrimiento. Estaban los once en círculo a los pies de un olivo, del que colgaba un duodécimo. Yo les reconocí y, por su parte, el más viejo de todos abrió los ojos como platos mientras exclamaba “Te recuerdo”. La boca me sabía a vómito, ello no me impidió besarle en la mejilla. “Sólo para matizar, ya sabes”. No sé qué pasó después. Cuando desperté en el suelo de la cocina enormemente mareado, mi mano derecha aferraba una oreja humana entera. Prendido a ella, un minúsculo pendiente de ébano en el que alguien se había molestado en tallar “Flavio Josefo”. Supongo que ahora esperaréis que os la muestre. Mala suerte. Acababa de sobrevivir a una fulminante intoxicación, así que tenía hambre y lo último en lo que me apeteció pensar fue en las evidencias.

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