Maternidad

encontrado en un maletin de difuntos lunes cualquiera

Por Javier Iglesias





Mi madre era lo único que yo quería.


Lo supe desde muy pequeña, cuando a mis palabras les quedaba aún tanto para llegarme a la boca. Y llegaron, no obstante, un día del que ya nada recuerdo, y al fin pude decirlo, con ellas, mis propias palabras, mi pequeña voz de niña menuda: que era lo único, mi madre, que quería en esta vida.


No conocí a mi padre, ella nunca supo decirme cuál pudo ser de entre tantos candidatos, ninguno bueno. Tampoco tuve hermanos. Algo se rompió allá adentro, en sus entrañas, secando esa fuente de la vida de la que sólo la mía llegó a manar.


Un día me dijo que ya era mayor, que juntas tendríamos que apañárnoslas para salir adelante. Que sólo nos teníamos la una a la otra… Salíamos por la noche a entregar nuestros cuerpos, a lo helado y profundo de la ignominia.


Por eso cuando enfermó no me separé de ella. No pudimos pagar un médico. De nada hubiese servido. La cara se le fue pintando de ese sucio blanco, amarillento, que mancha las velas del puerto. Su carne huyó horrorizada, cobarde se replegó hacia dentro. Enseguida salieron los huesos a ver qué pasaba, y una vez enterados, sabiendo que se moría, decidieron quedarse a presenciar el horror, terribles y largos, tan poco era el tiempo que le quedaba.


Contemplé su rostro mientras la enterraban: sólo un par de ojos cerrados, debajo una máscara de piel quebradiza.


Ahora me tienen aquí recluida, dicen que he de pudrirme, que pasaré el resto de mis días. Pero lo avisé. Lo dije siempre. Aun cuando me encontraron hasta las cejas de tierra y de sangre, con su fertilidad truncada en una mano y la navaja en la otra, una vez tras otra se lo repetí a todos: que mi madre era lo único que yo quería...


Que dentro del vientre o fuera de él, eso me daba igual, aquélla, su prostituida maternidad, tenía que ser mía...