Manhunter

encontrado en un maletin de difuntos lunes cualquiera

El coche frena con un chirrido prieto sobre el asfalto reseco y agrietado. Podría decirse que el puente ha vivido tiempos mejores, pero, ahora mismo, eso a él no le molesta en absoluto. Todo está yendo bien. Es una perfecta noche cerrada, la luna cubierta por las nubes polvorientas del verano. La única luz es la que proyectan los faros. Ni siquiera adivinaría la presencia del río de no ser por el rumor del agua y el hedor a letrina.

Abre el maletero y empieza a forcejear para sacar la enorme bolsa de lona. Maldice en voz baja: tenía que haberse preocupado de atarle las piedras para el lastre después. La muy zorra ya pesaba bastante sin ellas.

— ¿Qué llevas ahí, Pete?

Se gira como si alguien le hubiera dado un latigazo e, instintivamente, lleva la mano hasta la culata del revolver. El otro hombre no hace el menor amago de moverse. Sigue ahí, acuclillado sólo a un par de metros. Apenas se intuyen sus formas bajo el tenue destello rojizo de las luces de posición.

— ¿Quién... quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

El primer puñetazo le hace desplomarse sobre el sofá. Los gritos llenan la habitación. La lámpara del techo se balancea al ritmo de los golpes. Uno. Otro más. Un puntapié se entierra en su vientre. El dolor salpica su columna vertebral de un millón de esquirlas de escarcha. Lo sabe en el acto: su bebé está muerto. Una mano le agarra del vestido, desgarra la tela por encima del sujetador, le empuja contra la pared. Oye el clic del percutor amartillándose. Ya no trata de de suplicar.

A pesar de las lágrimas, de la sangre brotando tibia de su entrepierna, aún busca sus ojos, que ya no son ojos humanos: sólo dos llamaradas, enterradas en un rostro demacrado, sin labios, casi una calavera verdosa.

Y que avanzan hacia él.

Aterrorizado, se olvida de que todavía sostiene un arma. Agita los brazos, recula hasta la barandilla del puente.

— ¡Aléjate, aléjate de mí!

Sigue chillándolo cuando pierde el equilibrio y cae. Un chapoteo sordo restaura el silencio.

El otro regresa al coche. Se inclina sobre el maletero y desgarra la bolsa. Acaricia suave cabello castaño de la mujer. Tras unos segundos, empieza a entonar la canción.

La canción es extraña. No utiliza palabras. Aun así la música sabe hablar. Sabe mostrar: las sombras de inmensas pirámides, de palacios de hierro y llanuras eternas; la Catedral y el Volcán, alzándose al cielo y hermanados en su virtud; los hombres verdaderos, orgullosos del simple poder de la vida.

La canción es extraña, sí. Pero también es la única manera de llorar que conoce el marciano.
a Jotacé: descontextualiza esto

1 comentarios:

kuroi yume dijo...

Si jotacé lo consigue me comprometo aquí a hacerle los coros en su llanto...

Como siempre, un placer y un gustazo leerte, Javi