El monstruo de Saraqusta (2 de 3)

encontrado en un maletin de difuntos miércoles cualquiera




II

… que de ser cierto cambiaría nuestras vidas para siempre. Era esta ciudad Saraqusta, la joya de la península, cuya construcción había tomado centurias enteras y cuyos arquitectos, científicos, literatos y artistas eran contados entre los mejores y más exquisitos de todo el califato.

Ahora, toda ciudad tiene secretos oscuros. El de Saraqusta era más oscuro que ningún otro, y por lo tanto, más secreto. Hablo de aquellos que se escondían en las sombras, de aquellos que espiaban desde la noche. Hablo de los Garugas.

Contrariamente a los demás, los Garugas habían conocido (y sobre todo, recordaban) Saraqusta desde la época anterior a que fuera el orgullo del califa. Ellos habían estado allí cuando la urbe no era más que un cuadrilátero de tierra ordenado por los cónsules imperiales. En aquella época, corrían libres por los parajes de toda la península, y sus números se contaban por los miles. Entonces llegó la Gran Guerra de la Era del Viento, y las tropas imperiales se lanzaron sobre ellos con una ferocidad inusitada.

Dispersas por toda la península, estas criaturas fueron sistemáticamente cazadas y eliminadas. Algunas lograron reprimir, si bien no del todo, sus instintos animales y convivieron durante cierto tiempo ocultas entre las sociedades humanas, a menudo reuniéndose en criptas, catacumbas, o los laberínticos sistemas de drenaje. La mayoría, sin embargo, guardó un gran resentimiento contra la raza de los hombres, a quienes culparon de todas sus desgracias. Con el tiempo, su número mermó cada vez más, hasta que los últimos supervivientes de los Garugas (o Hijos de la Luna, como ellos mismos se hacían llamar a veces) se refugiaron en las cavernas y en las montañas, donde se alimentaban de animales salvajes y de los escasos e incautos transeúntes que por allí se aventuraban.

Pero todas las eras de oscuridad tienen un fin, y la de los Garugas no era la excepción. Todo lo que necesitaban era un líder, y finalmente lo encontraron en la figura de Abel-Al-Rashiid, un guerrero terrible de quien se decía no podía morir. También él había sido contagiado con la enfermedad de la luna y rechazado por la raza de los hombres que una vez fueron sus hermanos. Durante siglos su especie había vagado por la península esperando el momento oportuno para dirigir su venganza contra todos los hombres, en especial contra los de Saraqusta.

Oculto en las montañas, el ejército de los Garugas crecía cada vez más, afilando sus dientes y sus garras, ansiando hundirlos en la carne de sus enemigos. Pero a su vez, a medida que ellos mismos eran una leyenda entre los humanos, la mítica ciudad que había de ser presa de su ira también había crecido en la mente de aquellos seres de espíritu y cuerpo de lobo. Y había una mente que, sobre todas ellas, había acogido las historias de la ciudad como sólo se acogen los mitos contados alrededor de una hoguera, o en su caso, en la oscuridad de una caverna. Este joven Garuga se llamaba Sofien-Hamad.

Como muchos otros de su especie, Sofien-Hamad no recordaba haber sido humano. En su mente, él siempre había sido un Garuga. Por las noches, cuando su piel rosada se abría revelando el pelaje del lobo, era cuando se sentía realmente libre. El resto del tiempo, atrapado bajo su forma de hombre, se sentía solo y confundido. Correr con la manada era lo único que le interesaba en la vida. Al menos así fue hasta que, siendo todavía de los iniciados en el nuevo ejército de la luna, escuchó por primera vez el nombre de Saraqusta, que perseguía a los de su raza desde hacía siglos.

Después de tanto escuchar acerca de este mundo tan increíble que, al parecer, era la causa de su perdición, Sofien-Hamad se volvió cada vez más impetuoso e intranquilo. Sus líderes, lejos de rechazarlo por ello, decidieron aprovechar su ímpetu juvenil e hicieron de él el más formidable guerrero de toda la raza de los Garugas. Alimentaron su lado animal hasta lograr que odiara aquella mítica y misteriosa ciudad que nunca había visto pero que creía conocer. Sería él quien guiaría a sus hermanos a la guerra y a la victoria. La luna brillaría sobre las ruinas de la ciudad y sobre los blancos huesos de sus habitantes.

Pero todas estas historias avivaron la curiosidad de Sofien-Hamad. Esta inquietud, quizá el último vestigio de su lado humano, le hizo llegar a la conclusión de que debía conocer Saraqusta antes de atacarla. Por eso un día, sin decirlo a sus hermanos, abandonó la cueva bajo su forma humana y tomó el camino que lo llevaría hasta su destino.

Llegó hasta la ciudad en la víspera del ataque, tras una travesía de varios días. En el camino logró hacerse con ropas humanas que utilizó para infiltrarse entre la población, no sin cierto sentimiento de incomodidad, como si además de la piel de hombre que le era ajena, debía soportar además los artilugios que los mismos humanos habían fabricado para ocultar su propia naturaleza.

Desde el primer instante en que sus ojos se posaron sobre las puertas doradas de Saraqusta, Sofien-Hamad supo que no todo era como se lo habían contado. Las historias, de hecho, se quedaban cortas. Todas las leyendas quedaban rebasadas por la realidad de lo que era aquella urbe imponente. Se suponía que debía encontrarse con una especie de pocilga decadente repleta de sucios hombres y mujeres que se superponían los unos a los otros entre vulgares artesanos, cazadores y criadores de cerdos. En vez de eso, el joven Garuga, envuelto en su doble piel de hombre, se encontró de frente con unos altos muros blancos que llegaban hasta el horizonte y se alzaban hasta tres veces su propio tamaño. Al cruzar el umbral de la ciudad, Sofien-Hamad vio la calle principal de Saraqusta, que se perdía en la lejanía, rodeada de grandes edificios blancos. La calzada era invadida aquí y allá por juglares y mercaderes, que ofrecían en sus tiendas y puestos ricas telas, exóticas comidas, gran variedad de vasijas, utensilios, joyas, artilugios y demás objetos de la vida cotidiana. Grandes coches tirados por recios caballos cruzaban aquellas calles y se perdían en los caminos, mientras que un gran rebaño de hombres, mujeres, niños y ancianos intentaba abrirse paso entre aquel bullicio donde se distinguían varias lenguas distintas. Abrumado por aquella gente, Sofien-Hamad intentó refugiarse en un callejón solitario, pero allí descubrió otro camino que lo llevó hasta el centro mismo de la ciudad, a la plaza mayor, donde se reunía el consejo de sabios de Saraqusta cada puesta de sol. La fachada de la mezquita, con sus torres blancas y doradas hiriendo el cielo, dominaba todo el lugar. Frente a ella, la guardia de la ciudad hacía el cambio de turno. Los soldados eran altos y fuertes, sus uniformes vistosos y sus armas relucientes al sol. Sin saber por qué, embriagado ante la presencia de toda aquella realidad que le llegaba de golpe, los pasos de Sofien-Hamad lo llevaron hasta el templo, donde casi un millar de personas se postraban en oración. Una vez allí, algo en el interior del joven Garuga se quebró, le hizo caer de rodillas él también, pero no al dios que causaba el temor de aquellos fieles (él sólo podía adorar a la Luna, su única y auténtica señora), sino ante la maravilla que significaba aquel edificio lleno de jardines y escrituras en las paredes, en las altas columnas que sostenía un techo que bien pudo haber sido el cielo de lo alto que era, de lo maravilloso que se presentaba. Sofien-Hamad comprendió entonces que su tiempo había pasado, que la ciudad de Saraqusta no era ya la misma que él y sus hermanos habían jurado destruir, que aquellos hombres y mujeres no eran los salvajes e infelices bárbaros que los habían humillado siglos atrás. Su mente se tornó confusa, su vista se nubló, y en medio de lágrimas de desesperación supo lo que tenía que hacer. Era la única opción posible; Abel-Al-Rashiid jamás desistiría de su venganza.

Al atardecer de aquel mismo día Sofien-Hamad se reunió a solas con el visir de Saraqusta. Resultó ser un hombre anciano pero iluminado, que había escuchado las leyendas y que, en cierta forma, creía en ellas. Sólo por si acaso, el joven Garuga se dejó atar con una cadena a las columnas del templo para que aquella noche el gobernante pudiera ser testigo de su transformación. La bestia en la que Sofien-Hamad se convirtió llenó de terror al visir, pero no lo suficiente como para que a la mañana siguiente no escuchara con atención su advertencia: los Garugas atacarían aquella misma noche, lo harían por miles, y había que estar preparado. Fue entonces cuando Sofien-Hamad cambió para siempre su vida con unas simples palabras: el excelso líder de su raza podía morir si recibía un proyectil de plata en medio del pecho.

Todo el ejército de Saraqusta se preparó para la batalla. La ciudad fue evacuada mientras los hombres preparaban la trampa, escondidos dentro de las casas. Las bestias llegaron poco después del anochecer, en medio de grandes aullidos que hubieran hecho desertar a los defensores de la ciudad de no haber estado preparados. Los Garugas no parecían lamentar la ausencia de su guerrero más preciado. Todo lo que necesitaban era que su líder estuviera con ellos. Gracias a esa determinación, la pelea fue larga y muy dura. La sangre manchó las calles de la gloriosa ciudad mientras el ejército de los hijos de la luna asaltaba casa por casa. Sofien-Hamad, temiendo que ni siquiera su intervención lograra detener el avance de la jauría, se lanzó él mismo al ataque, luchando contra sus sorprendidos hermanos, encarando a su líder que lo recibió primero con sorpresa y luego con rabia.

A pesar de sus grandes habilidades como guerrero, Sofien-Hamad no era rival para alguien como Abel-Al-Rashiid. El gran jefe de la manada lo derribó en poco tiempo y desgarró la carne de su cuello de lobo, dejándolo morir desangrado sobre las piedras. Pero ese momento de descuido resultó ser su único error. Una flecha con punta de plata, disparada en forma certera por el mejor arquero de todo el califato, le traspasó el corazón y le llenó la boca de sangre. El gran líder de los Garugas murió casi en el acto, mirando con los ojos abiertos de par en par a Sofien-Hamad, que dejaba la vida en aquella calle. El cuerpo del jefe cayó mientras su boca condenaba la traición de su alumno predilecto. Con ellos dos murió también el ímpetu del ejército de la luna, que fue a partir de entonces fácilmente derrotado.

Los muertos se contaban por miles, pero la ciudad se había salvado. Los cuerpos de los Garugas fueron expuestos en los muros como advertencia para los futuros invasores, pero el marchito cadáver de Sofien-Hamad recibió funerales de héroe. Su leyenda perduró a través de los siglos como la de una criatura que los había salvado de un destino mucho más monstruoso que él mismo.

Quien sabe lo que Sofien-Hamad descubrió realmente en aquellos gloriosos muros. Quizá vio por primera vez en su vida un atisbo de lo que había sido su humanidad, algo perdido siglos atrás, generaciones atrás, pero que permaneció dormido dentro de su cabeza hasta ser despertado bruscamente por el ruido del mercado callejero de Saraqusta. Quizá lo movió la frágil delicadeza de los muros blancos y los techos dorados del palacio privado del visir, que seguramente habría confundido con el sol, o quizá sus sentidos se habían desbordado en la fuente de la plaza central, adornada con gigantescos toros de mármol y que, según cuentan las leyendas, una vez al año lanzaba vino y miel en vez de agua.

Quizá nada de esto sea verdad. Quizá no hayan sido estas cosas las que iluminaran el corazón y el espíritu de Sofien-Hamad y lo obligaran a dar la espalda a sus compañeros y luchar por la defensa de una ciudad a la que había decidido condenar a la destrucción. Mi teoría es que nuestro joven Garuga fue tocado, por primera vez, por el concepto puro y abstracto de la belleza, inusual en una raza como la suya acostumbrada a la guerra, a la destrucción en sí misma, empujada a ello, es cierto, pero incapaz de apreciar el arte de la creación. Quizá descubrió una parte de su alma que no estaba destinada a destruir, que no se regodeaba con el desgarramiento de la carne y el resquebrajar de la piedra. Allí, en medio de aquellas calles empedradas y aquellos muros blanqueados y llenos de murales y relieves, el lado humano de Sofien-Hamad traspasó su corazón de lobo, de bestia, y cambió para siempre su vida, aunque esta no se extendiera por mucho más. Quizá fuera esto lo que le hiciera revelar a sus enemigos el secreto mejor guardado de los Garugas.

Ante todo esto, sólo puedo agregar lo útil que me ha resultado esta historia para mis investigaciones. Cuando la escuché por primera vez de los labios de aquel…


(continúa...)

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